Sobre la acción de publicar o ser leído

En cierto sentido, el primer momento de la escritura siempre tiende a ser un intento de comprensión de todo aquello que se ha leído, estudiado, vivido y experimentado con anterioridad. Pareciera que el papel en blanco no solo necesita, sino que exige una grandeza la cual, por desgracia, aún no poseemos: la escritura, aparentando en principio ser tan solo una serie de pensamientos silenciosos con pretensiones de realizarse, constituye una acción y, por ello, nos es secreta su concretud hasta que esta se lleve a cabo. La vieja distinción entre práctica y teoría tiene aquí una vigencia absoluta no como una distinción que indagar, sino como aspecto descriptivo del proceso mismo de la escritura, es decir, esta explicaría la escritura como una relación dialogal entre lo puramente pensado y lo realizado sobre el papel, teniendo como final el texto.

El texto constituye una relación de autoconocimiento donde el individuo se enfrenta a su propia obra, modula la materia prima y corrige o desestima el final de su acción de escribir. El individuo entra en una dimensión dialogal con su propio texto de forma análoga a la que el lector encuentra cuando se enfrenta a un texto ajeno. Pero todo acto de escritura conlleva, a su vez, no solo una relación dialogal con uno mismo a través de la obra, sino una relación con uno mismo al modo de público. Es decir, en el mismo motivo de la escritura encontramos al yo reflexivo asimilado como público y, este mismo, planta en el texto la posibilidad de ser leído por otros.

La escritura no es (ni puede ser) singularidad o soledad pura: el otro, como si de una sombra se tratase, siempre permanece cerca. Todo escrito es una carta, un diálogo, un principio de comunicación y, por ello, presupone la llegada de un lector. Este carácter intrínseco de los escritos se revela, aún con más fuerza, en aquellas obras que han estado tan cerca de ser extraviadas y es que ¡Nos resulta tan terrible la posible pérdida de los escritos de toda una vida precisamente porque entendemos que fueron construidos para ser leídos! Recordemos a Kafka confiándole la destrucción de sus textos a Max Brod y es que todos quisiéramos ser Max Brod cuando le denegó al fallecido Kafka sus deseos más profundos.

Aunque a menudo sucede a lo largo de la historia que aquel que escribe también quema, rompe o hace esconder sus textos. Ciertamente, quizá estos casos sean más numerosos que los de aquellos que, por el contrario, conservaron sus textos, pero esto no nos hace más que revelarnos como el propio yo actúa de feroz lector y se condena a sí mismo (cosa, por cierto, que forma parte en su debida proporción de la evolución de la escritura de uno mismo). Por lo tanto ¿Cómo podría uno negarse a efectuar aquello que ya se da en el propio escribir? Si uno al escribir entra en diálogo con uno mismo (lector de sí mismo), entra en diálogo con lo real y con los otros necesariamente. Los otros, además, también aparecen como tradición de la que partir, como realidad de la que partimos, como verdad que nos sorprende estando allí ingenuamente para nosotros: cuantas veces habremos hallado en los escritos de otros nuestras propias conclusiones; también en las conversaciones encontramos al otro, por coincidencia, como un similar; buscamos con nuestras cartas aquellos a los que confesarnos, etc.

El diálogo es precisamente esa relación a través de lo cual se encuentra el logos, esto es, tanto la razón o verdad como el propio discurso o texto. Darse primero en lectura a uno mismo es un paso del propio escribir y hacerse completamente ajeno a lo escrito por uno mismo es, aunque parezca paradójico, un segundo paso. Toda escritura es una escritura a través del otro porque todo lenguaje así lo es, porque todo lenguaje, intrínsecamente, ansia ser comunicado así como el ya nos fue comunicado en la infancia. Los diferentes intentos de escribir actúan siguiendo esa primera ingenua acción del escribir mismo, ese vérselas con el papel en blanco y con uno mismo. Todos los textos tienen sus receptores, no pueden entenderse sin llevar junto con ellos la necesaria posibilidad de que algún día puedan ser descubiertos y leídos, de lo contrario, aquel que quiera conservar sus más íntimos secretos jamás los escribiría, pues es cosa que los pondría en evidente peligro de ser descubiertos, revelados. Por ello, cuando Nietzsche cambiaba aquel “soy y seré leído” de Schopenhauer por un “no soy leído, no seré leído” alcanza una ironía sublime al aplicarlo aquí a nuestra reflexión (aun sabiendo que Nietzsche se refería a su notoriedad literaria en sus tiempos y no a aquello de lo que estamos aquí tratando), justo porque el libro en el cual trae a colación aquella frase es una recapitulación y reseña de sus propios textos, un diálogo consigo mismo, con uno de sus lectores, podríamos entonces cambiar su dictum: era y estaba siendo, inevitablemente, leído.