La perennidad de lo personal

Raúl Sanjuan
04 marzo 2022

«En definitiva, podemos decir que, como ya ocurrió en el pasado
—de la Edad Media al Renacimiento, del Siglo de las Luces al
siglo XIX— la producción cultural griega y romana
continúa transitando también por la contemporaneidad y
proporcionando alimento para la cultura de hoy día»

(Maurizio Bettini, Elogio del politeísmo)

Es posible que una de las cosas más llamativas de la filosofía sea su incesante perdurabilidad. Nosotros, contemporáneos, seguimos atendiendo a las enseñanzas que filósofos como Epicuro o Hegel nos legaron tras una larga tradición de pensamiento. Algún que otro siglo más tarde, un joven Nietzsche dijo que lo interesante de los sistemas ya refutados (entiéndase por sistema refutado el pensamiento de los antiguos presocráticos) era el elemento personal que hallamos en cada uno de ellos. Decía, también, que lo personal era precisamente el elemento eternamente irrefutable (perenne). Esta pequeña apreciación escondida en las obras menores de Nietzsche (La filosofía en la época trágica de los griegos, 1873) parece cobrar un sentido mucho más amplio si decidimos tomárnosla en serio. Espero que se me perdone el hecho de estar escribiendo sobre una cuestión tan aparentemente poco rigurosa que nació tras una extraña reflexión nocturna. Por lo tanto, que los ulteriores pensamientos aquí expuestos sean una vaciedad absoluta o algo mínimamente original, queda a juicio del los lectores y lectoras.

En 1888 aparecieron publicadas once tesis que Karl Marx había escrito a propósito del famoso hegeliano Ludwig Feuerbach. Si bien en la historia del pensamiento podemos encontrar ciertas corrientes —principalmente helenísticas— que reivindicaron el papel práctico de la filosofía, en Marx hallamos la máxima expresión de un pensamiento orientado a la praxis. La onceava tesis marxiana alude al papel eminentemente práctico que la filosofía debía asumir tras toda una tradición puramente teorética dedicada a la interpretación del mundo. Por muy famosa, actual y curiosa que sea esta tesis, su mención en este artículo responde a un propósito que ahora está ciertamente alejado de lo que cabría esperar; en otro momento ya nos ocuparemos de la filosofía marxista contemporánea y de su papel en la tradición que constantemente heredamos. Lo que aquí nos ocupa, pues, nace de la reflexión nietzscheana que con anterioridad comentaba.

Tras la sentencia de Marx en lo relativo a la praxis, la historia de la filosofía se ha fijado sobre todo en las enseñanzas teóricas y prácticas de los autores y autoras que la conforman. A su vez, es algo obvio y fundamental el que siempre nos hayamos centrado precisamente en esos elementos teórico-prácticos. La presente reflexión, en cambio, sigue otro camino no tan fundamental en apariencia. Decíamos al inicio que la perennidad de la filosofía es un hecho claro que se hace todavía más patente en nuestros tiempos. Sería un tanto extraño que un médico se dedicara a estudiar los Tratados hipocráticos con una intención que sobrepasara la simple curiosidad historiográfica. En cambio, las personas dedicadas a la filosofía volvemos constantemente a las enseñanzas de los pensadores clásicos. Me explico: en el estudio médico no existe un retorno teórico o práctico a los humores hipocráticos, algo que sí sucede en nuestra disciplina cuando retornamos, por ejemplo, a la teoría de la symploké platónica en el terreno de lo teórico o a la ataraxia de algunas escuelas helenísticas en el ámbito de la praxis. Sucede, por decirlo rápida y vagamente, que la historia de la filosofía —historia de los sistemas fallidos— es observada desde la contemporaneidad como un valioso relato perenne en el que las múltiples concepciones han ido superando, con mayor o menor acierto, unos problemas filosóficos que todavía perduran. Ahora bien, pecaría de ingenuidad si creyera que nunca se ha conseguido nada en la historia del pensamiento: los logros saltan a la vista. Simplemente quería poner de manifiesto ese posible carácter perenne del que es nuestro arte. Y más aún: que la relativa perdurabilidad se extiende, como veremos en unos instantes, a la cuestión de lo personal.

Todo lo dicho hasta ahora parece aproximarnos, en mayor o menor medida, a ciertas problemáticas relativas a la cuestión de la Verdad (¿acaso existe la Verdad en este relato perenne?) y al debate sobre el progreso en la historia de la filosofía. Podría decirse, siguiendo a Nietzsche, que las verdades no son más que meras metáforas creadas para la supervivencia del más astuto y soberbio de los seres. También podría decirse que la historia del pensamiento filosófico es la historia de un progreso cuyo supuesto final es aporético. Podrían decirse muchas cosas pero prefiero no decir ninguna. Sería absurdo que la reflexión nocturna de un estudiante en formación dijera más de lo que puede y sabe. Ya se lo advirtió Creonte a Edipo en una de las famosas tragedias de Sófocles: en lo que no entiendo me gusta callar. Humildemente aspiro a poner de manifiesto algo que el filósofo del eterno retorno ya detectó y que considero de una importancia capital: algo que se separa de estas cuestiones más profundamente filosóficas. Quizá sea conveniente, por lo tanto, que nos fijemos en ese elemento personal irrefutable que tienen todos los pensadores, una actitud eminentemente filosófica que nos lleva a la reflexión y a la transformación de un presente cargado de contradicciones vitales y de condiciones socio-económicas vertiginosas. Se trata, si así queremos verlo, de poner una especial atención en la actitud personal que desprenden sabios como Aristóteles, luchadoras como Weil o Staël, críticos como Kant, renovadores como Hegel y Husserl o rompedores como Nietzsche. Atender a ese elemento personal perenne del que siempre dispondremos quizá sea una buena forma de enfrentar un presente sobre el que es necesario ejercer el filosofar.

Queda por decir que el presente artículo forma parte de un conjunto de escritos de mayor rigurosidad filosófica que irán apareciendo con una cadencia ahora mismo desconocida. A pesar de la naturaleza introductoria del mismo, espero que el público pueda captar la actitud que aquí se está intentando convocar, a saber, la de un filosofar, si se quiere, de carácter perenne, preocupado por las condiciones tanto materiales como espirituales del ahora. 

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