La edad de oro en el Quijote

Fernando Pérez Martínez
02 Enero 2023

«Dichosa edad y siglos dichosos aquéllos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío» (Quijote, I, 11). Así comienza el célebre discurso de la Edad Dorada de don Quijote, uno de los más perfectos discursos de la oratoria moderna ―pronunciado no obstante por un viejo, loco y medio borracho ante unos cabreros iletrados y medio dormidos―.

El discurso establece una relación dialéctica entre la Edad de Oro y la Edad de Hierro, que muy bien puede entenderse como una crítica a los paraísos roussonianos antiguos y modernos. Con todo, nos ha dejado una de las exposiciones más bellas de estos edenes de la literatura moderna. Pasemos a ver algunas de sus características.

En la Edad de Oro impera la paz y la armonía («todo era paz»), mientras que la Edad de hierro, la nuestra, representa la guerra y la discordia. La Edad Dorada ni siquiera forma parte de la historia, sino que se encuadra en el marco del mito.

En este paraíso no hay más que felicidad y abundancia, hasta la invención de la agricultura: «Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia: aún no se había atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra primera madre»: la Naturaleza ofrecía todo cuanto se quisiera, sin necesidad de trabajar la tierra ni cercar el territorio. Partimos de un locus amoenus, un lugar idílico y paradisíaco, en que la Naturaleza provee cuanto se desea, enfrentado a un a un locus eremus, esto es, un lugar lleno de calamidades, donde la Naturaleza es indiferente e indómita.

La justicia tampoco era necesaria: «No había la fraude, el engaño ni la malicia mezcládose con la verdad y llaneza. La justicia se estaba en sus proprios términos, sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y los del interese, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen. La ley del encaje [de la sentencia arbitraria] aún no se había sentado en el entendimiento del juez, porque entonces no había qué juzgar, ni quién fuese juzgado». Hablamos de una sociedad sin leyes, ni por tanto juicios, ya que no son necesarios. No existía mal alguno que debiera ser juzgado. Tampoco tenía cabida el Estado, que implicaría divisiones territoriales y leyes innecesarias.

Sin embargo, a pesar de esta bonita arenga quijotesca que reivindica que «eran en aquella santa edad todas las cosas comunes», tenemos que esperar hasta el capítulo 58 de la segunda parte para leer lo siguiente, mientras caballero y escudero abandonan el lujoso castillo de los duques: «La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre: por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida; y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres. Digo esto, Sancho, porque bien has visto el regalo, la abundancia que en este castillo que dejamos hemos tenido; pues en metad de aquellos banquetes sazonados y de aquellas bebidas de nieve, me parecía a mí que estaba metido entre las estrechezas de la hambre, porque no lo gozaba con la libertad que lo gozara si fueran míos» (Quijote, II, 58). Parece que don Quijote hubiese gozado más los agasajos de los duques si fueran suyos, a pesar del celebrado repudio que manifestaba hacia las palabras tuyo y mío al principio del discurso. Se ve que la Edad de Hierro no es tan dadivosa como la Dorada. Puede incluso decirse que la libertad se basa, para don Quijote, en la propiedad privada.

Asimismo, esta Edad de Oro cervantina es pacífica: la guerra, como la justicia y la agricultura, no tienen cabida en un paraíso como este. «Las doncellas y la honestidad andaban, como tengo dicho, por dondequiera, solas y señoras, sin temor que la ajena desenvoltura y lascivo intento le menoscabasen, y su perdición nacía de su gusto y propria voluntad. Y agora, en estos nuestros detestables siglos, no está segura ninguna, aunque la oculte y cierre otro nuevo laberinto como el de Creta». Cervantes muestra una contemporaneidad sin igual en estas líneas, como también puede verse en las palabras de la pastora Marcela ―a quien la crítica a calificado de feminista― por afirmaciones como la siguiente, tras ser culpada por el suicidio de Grisóstomo, quien le profesaba un profundo amor no correspondido: «Y, según yo he oído decir, el verdadero amor no se divide, y ha de ser voluntario, y no forzoso. Siendo esto así, como yo creo que lo es, ¿por qué queréis que rinda mi voluntad por fuerza, obligada no más de que decís que me queréis bien? Si no, decidme: si como el cielo me hizo hermosa me hiciera fea, ¿fuera justo que me quejara de vosotros porque no me amábades?» (Quijote, I, 14).

En resolución, el fin de la Edad Dorada, y el comienzo de la Edad de Hierro, la de don Quijote y la nuestra también, terminó con esta paz, armonía, abundancia, justicia natural, libertad y seguridad; «para cuya seguridad [de las doncellas y menesterosos], andando más los tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la orden de los caballeros andantes, para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos». La institución de la andante caballería es pues un efecto del tránsito entre la Edad de Oro y la Edad de Hierro.

32 comentarios en “La edad de oro en el Quijote”

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