La banalidad del mal

Phoenix
02 Enero 2023

Cuando Arendt acuñó el concepto de la banalidad del mal, lo que hizo es dar cuenta de una circunstancia que, pese a su evidencia, resultaba difícil de creer. Eichmann no era como Yago o Macbeth; este no tenía intención alguna de convertirse en un villano o en paradigma de maldad. No poseía más aliciente para actuar como actuó que el de progresar personalmente y el de ascender.

Esto es lo que lo hace del mal que apreciamos en Eichmann y en tantos como él, un mal banal, insustancial; no reside en él intrínsecamente la propiedad de ser malo, sino que este radica más bien en una vacuidad maquínica, en una frialdad burocrática.

Nótese, no obstante, que si bien resulta totalmente errado atribuir a Eichmann una naturaleza demoníaca y deshumanizada, cabe decir, que este tampoco es el epítome de la mundanidad, ya que su capacidad de suspensión moral fue extraordinaria, y no tiene nada de corriente que una persona en el corredor de la muerte solo pueda repetir las frases oídas en entierros y funerales a los que en su vida asistió[1] o que fuese capaz de cometer de una manera tan impersonal su tarea, cumpliendo rectamente siempre su deber e ignorando sus inclinaciones[2].

Sería «consolador» pensar que Eichmann fue un monstruo, y sin embargo, lo más grave es que hubo muchos como él que, sin ser ni pervertidos ni sádicos, fueron y son, terrible y terroríficamente, normales[3]. Y es que Eichmann, dentro del nazismo, era totalmente normal. Este no constituía una excepción dentro del régimen nazi, sin embargo, solo seres excepcionales serían capaces de reaccionar normalmente ante dichas circunstancias[4]. Una excepcional normalidad, eso y no otra cosa, fue Adolf Eichmann.

La inversión de la excepción y la norma es otro de los puntos clave en este asunto. Mientras que la ley en un país «civilizado», por respetar la nomenclatura de Arendt, te dice «no matarás», el estado criminal de Hitler tenía por ley el «debes matar» aun si matar contradecía las intuiciones morales apriorísticas de gran cantidad de personas[5].

En otras palabras, en el Tercer Reich aconteció algo tan anómalo como una inversión de la ley, en la cual la excepción «matar» se tornó regla y la regla «no matarás» pasó a ser la excepción; por decirlo con Arendt, el mal perdió aquella característica que era la tentación, y la tentación pasó a ser hacer el bien, más «los nazis habían aprendido a resistir la tentación»[6]. Lo criminal se vuelve normal, lo normal criminal.

Todo lo expuesto hasta aquí podría cometerse el error de pensar que es agua pasada, un análisis de un fenómeno puntual e irrepetible, pero no es así, y la propia Hannah Arendt lo evidencia en el libro, considera inquietante e innegable la posibilidad de que en el futuro se cometan otros delitos de este mismo tipo o incluso mucho más catastróficos, ya que ella hace explícita mención de la energía nuclear señalando que las cámaras de gas quedarían reducidas a juguetes para niños con malas inclinaciones en comparación[7].

Se puede repetir, y de ahí, la importancia del estudio del fenómeno de la banalidad del mal. Este tipo de malhechor que venimos estudiando, es según Arendt hostis humane generis, y se define por cometer sus delitos en circunstancias que le impiden saber o intuir que comete actos de maldad.

Finalmente, y a modo de colofón, para complementar el análisis de Arendt sobre la banalidad del mal, queremos traer a colación los experimentos llevados a cabo por Stanley Milgram en su estudio de la sumisión a la autoridad.

La experimentación comenzó a penas tres meses tras el inicio del juicio de Eichmann en Jerusalén, animada por el interrogante de si podría ser que Eichmann y sus semejantes durante el holocausto simplemente hubieran seguido órdenes,

El experimento acontecía de la siguiente manera: en él participan un experimentador (a cargo de la sesión), un maestro (el sujeto de experimento) y un aprendiz, cómplice del experimentador, que se hacía pasar por voluntario.

El alumno está sentado y atado a lo que parece ser una silla eléctrica, y una vez el sujeto de experimento lo ha visto, se les separa de tal manera que puedan comunicarse pero no verse. El experimentador, vestido con una bata blanca, ofrecería una pequeña descarga eléctrica de muestra al maestro para contribuir a la inmersión.

En estas condiciones, el maestro debe plantear una serie de preguntas al alumno, de manera que cuando este falle le habrá de suministrar a este una descarga de 15 hasta 450 voltios. De forma seguida a las falsas descargas, desde una grabadora se emitían gritos de los actores acordes al dolor infligido.

Si en algún momento el maestro decía detener el experimento, los experimentadores lo prevenían mediante una serie de frases muy concretas: “Continúe por favor”, “el experimento requiere que continúes”, “es absolutamente esencial que continúes” y “no tienes otra opción, debes continuar”. Si el sujeto no renunciaba a su intento de detener el experimento tras las cuatro objeciones de los experimentadores, el experimento terminaba.

Los resultados fueron escalofriantes, si bien las predicciones decían que 1.2 de cada 100 profesores podrían aplicar el máximo voltaje, los resultados del primer conjunto de experimentos Milgram probaron que el 65% de los maestros llegó a las descargas masivas y el 100% de los maestros administraron como mínimo descargas de 300.

Los sujetos se sentían incómodos al hacerlo y mostraban diversos grados de tensión y estrés como sudoración, temblores o tartamudeos; algunos incluso tenían convulsiones nerviosas. Cada participante detuvo el experimento al menos una vez para cuestionarlo, sin embargo, la mayoría continuó después de que el experimentador les retuviera con una de las frases citadas previamente.

En suma, si algo probaron los experimentos fue que la autoridad absoluta es capaz de asediar sin demasiados problemas nuestros imperativos morales más férreos, y que en definitiva, y por decirlo con el propio Stanley Milgram: «ordinary people, simply doing their jobs, and without any particular hostility on their part, can become agents in a terrible destructive process»[8].

 

Bibliografía: Hannah Arendt, Eichmann en Jerusalén, Penguin Random House, Barcelona, 2021.

 

[1]     Hannah Arendt, Eichmann en Jerusalén, p. 418

[2]     Ibíd., p. 202

[3]     Ibíd., p. 402

[4]     Ibíd., p. 47

[5]     Ibíd., p. 119

[6]     Ibíd., pp. 119-120

[7]     Ibíd., pp. 397-398

[8] Stanley Milgram, “The Perils of Obedience” en Harper’s Magazine, p. 76

 

59 comentarios en “La banalidad del mal”

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